Todo
parece ser pura repetición, pero “elevada a la enésima potencia”
-como dice Deleuze-. De modo que no existiría la repetición sin la
diferencia. Pero exactamente de la misma manera que la diferencia no
puede existir sin la repetición.
Por
otro lado, también parece que todos los seres vivos estamos abocados
a la repetición. Solo que a esta manera de intentar repetir lo
llamamos imitación. Y el ser humano en este aspecto parece haber
destacado mucho sobre el resto, claro está.
Pero
resulta, que cuando alguien es consciente de su repetición y de su
diferencia, es cuando comienza la parodia, tanto de la repetición
-con la ciencia-, como de la imitación -con la diferencia-, logrando
escapar de esta forma de ambos a la vez, y surgiendo con ello -y ”sin
querer”- un nuevo modelo de repetición, consistente en hacer
desaparecer todo vestigio de la anterior. Gran ironía paradójica de
la repetición... y de la razón.
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El siguiente texto ha sido extraído de “La precesión de los simulacros” (1978) de J. Baudrillard, incluído en el libro “Cultura y simulacro”.
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“Organice usted un falso hold-up. Asegúrese de que sus armas sean totalmente
inofensivas y utilice un rehén cómplice a fin de que ninguna vida sea puesta en
peligro (pues de lo contrario acabará en la cárcel). Exija un rescate y procure
que la operación alcance la mayor resonancia. En suma, intente que el asunto
resulte “verdadero” para poder poner a prueba la reacción del sistema ante un
simulacro perfecto. No va usted a lograrlo: su red de signos artificiales se
liará inextricablemente con elementos reales (un policía disparará de verdad;
un cliente del banco se desvanecerá y morirá de un ataque cardiaco; puede que
incluso le paguen el rescate).
Total, que sin haberlo querido se encontrará usted inmerso de
lleno en lo real -una de cuyas funciones es precisamente la de devorar toda
tentativa de simulación, la de reducir todas las cosas a la realidad-. Éste es
precisamente el orden establecido, y lo era ya mucho antes de la puesta en
juego de las instituciones y de la justicia.
Dentro de esta imposibilidad de aislar el proceso de
simulación hay que constatar el peso de un orden que no puede ver ni concebir
más que lo real, pues sólo en el seno de lo real puede funcionar. Un delito
simulado, si ello puede probarse, será o castigado ligeramente (puesto que no
ha tenido consecuencias), o castigado como ofensa al ministerio público (por
ejemplo si se ha hecho actuar a la policía “para nada”), pero nunca será
castigado como simulación pues, en tanto que tal, no es posible equivalencia
alguna con lo real y, por tanto, tampoco es posible ninguna represión.
El desafío de la simulación es inaceptable para el poder, ello
se ve aún más claramente al considerar la simulación de virtud: no se castiga
y, sin embargo, en tanto que simulación es tan grave como fingir un delito.
La parodia, al hacer equivalentes sumisión y transgresión,
comete el peor de los crímenes, pues anula la diferencia en que la ley se basa. El orden establecido nada puede en contra de esto, está desarmado ya que la ley
es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación pertenece al tercer
orden, más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá de las equivalencias,
más allá de las distinciones racionales sobre las que se basa el funcionamiento
de todo orden social y de todo poder. Es pues ahí, en la ausencia de lo real,
donde hay que enfocar el orden, no en otra parte.
Por eso el orden escoje siempre lo real. En la duda, prefiere
siempre la hipótesis de lo real (en el ejército se prefiere tomar al que finge
por verdadero loco), aunque esto se va haciendo cada vez más difícil, pues si
resulta prácticamente imposible aislar el proceso de simulación a causa del
poder de inercia de lo real que nos rodea, también ocurre lo contrario (y esta
reversibilidad forma parte del dispositivo de simulación e impotencia del
poder), a saber, que a partir de aquí deviene imposible aislar el proceso de lo
real, incluso se hace imposible probar que lo real lo sea.
Por ello, todos los hold-up, secuestros de aviones, etc., son
de algún modo hold-up simulados, en el sentido en que están todos sometidos a
priori al desciframiento y a la orquestación ritual de los mass-media que se
anticipan a su escenificación y a sus posibles consecuencias. En definitiva, en
el sentido en que funcionan como un conjunto de signos sometidos a su carácter
de signos, en modo alguno a su finalidad “real”.
Pero guardémonos de tomarlos como irreales o como inofensivos.
Al contrario, es en tanto que sucesos hiperreales, no teniendo ni contenido ni
fines propios, pero refractados los unos por los otros (del mismo modo que los
llamados sucesos históricos: huelgas, manifestaciones, crisis, etc.), es en
tanto que tales que llegan a ser incontrolables para un orden que sólo puede
ejercerse sobre lo real y sobre lo racional, sobre causas y fines. Orden
referencial que sólo puede reinar sobre lo referencial, poder determinado que
sólo puede reinar sobre un mundo determinado, pero que no puede nada contra
esta recurrencia indefinida de la simulación, contra esta nebulosa ingrávida
que no se somete a las leyes de la gravitación de lo real.
El poder mismo acaba por desmantelarse en este espacio y
deviene una simulación de poder (desconectado de sus fines y de sus objetivos,
abocado a efectos de poder y de simulación de masa).
La única arma absoluta del poder consiste en impregnarlo todo
de referentes, en salvar lo real, en persuadirnos de la realidad de lo social,
de la gravedad de la economía y de las finalidades de la producción. Para
lograrlo se desvive, es lo más claro de su acción, en prodigar crisis y penuria
por doquier.
“Tomar vuestros deseos por la realidad” puede llegar a
entenderse como un eslogan desesperado del poder. En un mundo sin referencias,
la referencia del deseo, o incluso la confusión del principio de realidad y del
principio del deseo, son menos peligrosas que la contagiosa hiperrealidad.
Quedamos entre principios y en esta zona el poder siempre tiene razón.
La hiperrealidad y la simulación disuaden de todo principio y
de todo fin y vuelven contra el poder mismo la disuasión que él ha utilizado
tan hábilmente durante largo tiempo. Pues, en definitiva, el capital es quien
primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo
referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones
ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley
radical de equivalencias y de intercambios, la ley de cobre de su poder.
Él es quien primero ha jugado la baza de la disuasión, de la
abstracción, de la desconexión, de la desterritorialización, etc., y si él es
quien viene fomentando la realidad, el principio de realidad, él es también
quien primero lo liquidó con la exterminación de todo valor de uso, de toda
equivalencia real de la producción y la riqueza, con la sensación que tenemos
de la irrealidad de las posibilidades y la omnipotencia de la manipulación.
Ahora bien, esta lógica misma es la que, al radicalizarse,
está liquidando hoy por hoy al poder, el cual no intenta otra cosa que frenar semejante
espiral catastrófica secretando realidad a toda costa, alucinando con todos los
medios posibles un último brillo de realidad sobre el que fundamentar todavía
un brillo de poder (pero no logra otra cosa que multiplicar sus signos y
acelerar el papel de la simulación).
Mientras la amenaza histórica le vino de lo real, el poder jugó la baza de la disuasión y la simulación desintegrando todas las contradicciones a fuerza de producción de signos equivalentes. Ahora que la amenaza le viene de la simulación (la amenaza de volatilizarse en el juego de los signos), el poder apuesta por lo real, juega la baza de la crisis, se esmera en recrear posturas artificiales, sociales, económicas o políticas. Para él es una cuestión de vida o muerte, pero ya es demasiado tarde.
Mientras la amenaza histórica le vino de lo real, el poder jugó la baza de la disuasión y la simulación desintegrando todas las contradicciones a fuerza de producción de signos equivalentes. Ahora que la amenaza le viene de la simulación (la amenaza de volatilizarse en el juego de los signos), el poder apuesta por lo real, juega la baza de la crisis, se esmera en recrear posturas artificiales, sociales, económicas o políticas. Para él es una cuestión de vida o muerte, pero ya es demasiado tarde.
De ahí la histeria característica de nuestro tiempo: la de la
producción y reproducción de lo real. La otra producción, la de los valores y
mercancías, la de las buenas épocas de la economía política, carece de sentido
propio desde hace mucho tiempo.
Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo,
y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. Por eso, tal
producción “material” se convierte hoy en hiperreal. Retiene todos los rasgos y
discursos de la producción tradicional, pero no es más que una metáfora.
De este modo, los hiperrealistas fijan con un parecido
alucinante una realidad de la que se ha esfumado todo el sentido y toda la
profundidad y la energía de la representación. Y así, el hiperrealismo de la
simulación se traduce por doquier en el alucinante parecido de lo real consigo
mismo.
Desde hace mucho tiempo, el poder no sueña más que en producir
signos de su realidad. De pronto, ha entrado en escena otra figura del poder,
la de la demanda colectiva de signos de poder, unión sagrada que se produce en
torno a su desaparición y para conjurarla.
Todo el mundo se adhiere más o menos a esta demanda por terror
al hundimiento de lo político. Así llegamos a un punto en que el juego se
reduce a multiplicar la obsesión crítica del poder, obsesión de su vida y de su
muerte, a medida que se esfuma. Cuando nada quede de él, nos encontraremos
todos, según una lógica de autodisuasión progresiva, bajo la alucinación total
del poder.
Una obsesión tal que se perfila ya por todas partes,
expresando a la vez la compulsión de deshacerse del poder (nadie lo quiere ya,
todos lo dejamos para otros), y el nostálgico pánico de su pérdida. La
melancolía de las sociedades sin poder, ella fue una vez quien suscitó el
fascismo, la sobredosis de un referencial fuerte en una sociedad que no puede
culminar su enlutada vocación.
Seguimos en el mismo sitio y no encontramos salida: no sabemos
guiar el cortejo fúnebre de lo real, del poder, de lo social mismo, implicado
también en la depresión en que nos agitamos. Y es precisamente por un
recrudecimiento artificial del poder, de lo real y de lo social por lo que
intentamos escabullirnos. Esto, sin duda, acabará produciendo el socialismo.
Por una torsión inesperada, por una ironía que no es ya la de la historia, será
de la muerte de lo social de donde va a surgir el socialismo, como brotan las
religiones de la muerte de Dios.
Advenimiento retorcido, energía inversa, reversión
ininteligible para la lógica de la razón. Como lo es el hecho de que el poder
no esté ahí más que para ocultar que ya no existe el poder. Simulación que
puede durar indefinidamente: a diferencia del “auténtico” poder que es, que fue,
una estructura, una estrategia, una relación de fuerzas, una apuesta, el poder
del que hablamos, no siendo más que el objeto de una demanda social, será
objeto de la ley de la oferta y la demanda y no estará ya sujeto a la violencia
y a la muerte. Completamente expurgado de la dimensión política, depende, como
cualquier otra mercancía, de la producción y el consumo masivo (mass-media,
elecciones, encuestas).
Todo destello político ha desaparecido, solamente queda la
ficción de un universo político.
Lo mismo ocurre con el trabajo. Ha desaparecido la chispa de
la producción, la violencia del trabajo y de lo que en él se juega. Todo el
mundo produce aún, y cada vez más, pero el trabajo se ha convertido en otra
cosa: una necesidad, como lo contemplara idealmente Marx, pero en modo alguno
en el mismo sentido, sino en el sentido de que el trabajo es objeto de una
“demanda” social, como el ocio, al que se equipara en el funcionamiento general
de la vida.
Ahora bien, tal demanda es exactamente proporcional a la
pérdida del rumbo en el proceso del trabajo. Idéntica peripecia que en el caso
del poder: el escenario del trabajo se monta para ocultar que lo real del
trabajo, de la producción, ha desaparecido. Y también lo real de la huelga, que
ya no consiste en detener el trabajo, sino en su alternativa en la cadencia
ritual de la anualidad social.
Todo ocurre como si cada cual hubiera “ocupado”, tras la
declaración de huelga, su lugar y puesto de trabajo y retomado, como es de
rigor en una ocupación “autogestionaria”, la producción exactamente en los
mismos términos que antes, pese a declararse (y a estar virtualmente) en estado
de huelga permanente.
Sin embargo, aunque las cosas continúen como si no hubiera
pasado nada, todo ha cambiado de sentido.
No se trata de un sueño de ciencia ficción, sino del doblaje
del proceso del trabajo y del proceso de la huelga -huelga incorporada como la
obsolescencia en los objetos, como la crisis en la producción. No puede hablarse
ya de huelga y de trabajo, sino de ambos a la vez, es decir, de algo
completamente diferente: una magia del trabajo, un engaño, una escenificación
del drama de la producción (por no decir de su melodrama), dramaturgia
colectiva en el escenario vacío de lo social.
No es ya la ideología del trabajo lo que es cuestión -viejo
discurso, moral caduca que ocultaría el proceso “real” de trabajo y el
funcionamiento “objetivo” de la explotación. El hecho es que el trabajo sigue
ahí tan sólo para ocultar que no hay ya trabajo.
De igual modo, la cuestión no está ya en la ideología del
poder, sino en la escenificación del poder para ocultar que éste no existe ya.
La ideología no corresponde a otra cosa que a una malversación de la realidad
mediante los signos, la simulación corresponde a un cortocircuito de la
realidad y a su reduplicación a través de los signos.
La finalidad del análisis ideológico siempre es restituir el
proceso objetivo, y siempre será un falso problema el querer restituir la
verdad bajo el simulacro.
Por eso el poder está en el fondo tan de acuerdo con los
discursos ideológicos y los discursos sobre la ideología, porque son discursos
de verdad -válidos siempre, sobre todo si son revolucionarios, para oponerlos a
los golpes mortales de la simulación”.
(Sugerencia de presentación... haciendo "click" en las fotos se pasa a otra dimensión :-)
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