AURA O EL ECO DE LOS MUNDOS SALVAJES













"…su irreprimible creencia en que poder y victimización serían
reversibles."
Simon SimonseKings of Disaster


El habla plena es la ontología desplegada por el habla, el gesto y el movimiento humanos en tanto que formas fundamentales de revelación de un mundo inmaterial, no productivo y no representativo, organizado según reglas como la dualidad, la reversibilidad, la fecundidad o el ciclo, y cuyo operador es el ritual.

Es un fenómeno social y al mismo tiempo la forma de articular socialmente un mundo. Ella, en la que en propiedad la voz, el gesto o el pensamiento como datos separados no existen y sólo aparecen como subproductos históricos resultantes de su destrucción, ha sido la forma dominante en la creación, organización y modo de vida de las configuraciones sociales pasadas y todavía lo es en muchas de las actuales; sus diferentes universos han sido creados y habitados merced a los poderes desplegados por la inconsútil mixtura del gesto y la voz, por la praxis basada en la obligación dual que instaura el intercambio simbólico, cuyas redes enhebran el mundo y constituyen su clausura:



El despliegue del tacto, la invocación, el movimiento, la dualidad ineluctable que por definición se entabla en el trato con los existentes -en definitiva la sensibilidad de un “cuerpo” y un “habla” que jamás son medios ni están escindidos- revelan la totalidad de los conocimientos, prácticas, saberes y experiencias necesarias para habitar el mundo. Se trata siempre de cuerpos, hablas, gestos y una sensibilidad socialmente generados, auralmente implicados, inmaterialmente inmersos, ni objetiva ni subjetivamente mediados en el trato del grupo consigo mismo y con el resto de existentes que forman el cosmos.

El mundo engendra el habla plena y a su vez, todo lo humano, sea "material" o "ideal", nace de ella.



Tanto parte como generadora, el habla plena despliega las propiedades de una ontología y una fisicalidad tales que permiten la permeabilidad física y ontológica de los existentes, un orden en el que reverberan o transitan unos en otros como lo haría la transparencia resonante de los seres en el mito. 


 

Destruida en provecho de la instauración de los diferentes códigos de la “oralidad”, la “mente”, la “percepción”, el “cuerpo” y tantos otros, para nosotros sólo ocupa un ámbito restringido de la praxis humana reservado a redes de interacción de poco alcance y calado sociológico. En efecto, desde el punto de vista occidental el habla (entendida únicamente como “oralidad”, como dispositivo de la función-comunicación) y elementos comúnmente asociados tales como el “sensorium” (concebido como dispositivo biológico de los sentidos) o el gesto (visto como mero acto biomecánico) son incapaces de crear la totalidad de un mundo, de una ontología y fisicalidad particulares.

Nos es tremendamente difícil pensar la fuerza que poseen cuando en forma de habla plena constituyen la dominante de los mundos salvajes, ya que en nuestra cultura han sido históricamente reducidos, naturalizados, psicologizados, encerrados en la mónada individual, en la clausura ontofenomenológica del sujeto materializado, aislado e idéntico a sí mismo, toda vez que los centros de creación y control de mundo han sido desplazados a otras instancias diferidas, racionalizadas, objetivadas: en definitiva son desterrados a la periferia, concebidos como fenómenos no sociales pertenecientes al campo de la “naturaleza humana” y por tanto confinados en el territorio de lo “psicobiológico”, lo “psicosocial”; cuando consiguen un mejor estatuto, forman parte de alguna “teoría de la comunicación”; edulcorados, malviven encerrados en el mundo del arte y lo "estético". Sus efectos no podrían ser nunca creadores de mundos.

Sabemos que no ocurre así en aquellos regidos por el intercambio simbólico. En ellos aún reverbera el aura que Benjamin añoraba en la obra de arte: ésta resuena hasta en el más pequeño fragmento del salvaje universo.







                                                                                             

                                               EL INTERCAMBIO SIMBOLICO




El intercambio simbólico es la encarnación en lo social de la ontología de este mundo aural, la forma social de desplegar el habla plena como red inclusiva, un orden de relaciones que hilvanan la totalidad. Amalgamado por su permeabilidad fundamental, lo simbólico actualiza una proxemia ontológica radical que forma un continuum de redes de parentesco, alianza y obligación, un todo denso, centrípeto e indiviso desplegado por la multiplicidad de los existentes.

Las manifestaciones rituales son los vórtices a través de los que se genera y controla la permanencia y el ritmo mismo del universo, la alternancia reversible de su contracción y expansión, el vaivén dual que actuando a todos los niveles garantiza la permanencia de la permeabilidad del mundo.

Este orden que constituye lo social y organiza socialmente el universo fue “la dominante secreta de las sociedades primitivas y tradicionales. Configuraciones no expansivas, no centrífugas: centrípetas –pluralidades singulares que no apuntan jamás a lo universal, centradas sobre un proceso cíclico, el ritual, y tendiendo a involucionar en ese proceso no representativo, sin instancia superior, sin polaridad disyuntiva, sin por ello derrumbarse sobre ellas mismas (…) Las sociedades primitivas vivieron así de una implosión dirigida -murieron cuando dejaron de dominar ese proceso, y bascularon entonces hacia el de la explosión (demografía, o excesos de producción irreductibles, procesos de expansión indominables, o pura y simplemente cuando la colonización los inició violentamente en la norma expansiva y centrífuga de los sistemas occidentales)” (Baudrillard, 1987: 165-166).

En el plano ontológico los existentes no son las identidades tautológicas, positividades instanciadas y clausuradas entre sí que conocemos en nuestro mundo; tampoco son materialidades que opongan resistencia en el sentido de la física; no son objetividades que interactúan según las leyes y limitaciones de nuestras concepciones físicas o filosóficas de la materia, la causalidad, el espacio y el tiempo.

En lo aural no hay espacio, tiempo o materia alguna que contenga a los existentes en sí mismos y simultáneamente los separe unos de otros, una distancia que deba ser recorrida material o conceptualmente para salvar la separación que sustenta su clausura identitaria, su fisicalidad o materialidad: los existentes son el propio espacio, por lo que se está en el mundo sin mediación, actuando inevitablemente a través de ellos y a la inversa; se trata de una reciprocidad y reversibilidad continua: “las líneas entre especies y clases, incluso entre hombre y animal, son líneas de fusión, no fisión, y nada tiene una apariencia simple o invariable”, como señala Carpenter a propósito de los Inuit.

Propiamente hablando en los mundos aurales no hay ni materia ni realidad objetiva alguna. Los salvajes han revelado un mundo sin necesidad de realizarlo. Todos los existentes, las cosas, los elementos mismos, el fuego, el agua, la tierra, el aire son momentos distintos, heterogéneos, de la disolución continua de la positividad, de la clausura, del valor (Baudrillard, 1992: 267).



 




 








Si para nosotros toda materia es una materia prima, una fuerza productiva, en los mundos salvajes toda materialidad (del lenguaje, de las cosas, de las personas, del mundo) es una anécdota efímera: lo que no es permeable es eventualmente un desecho y es abandonado, eliminado, es inferior a un excremento pues al menos éste, como los cabellos o las uñas puede ser objeto de magia debido a su resonancia, su permeabilidad. Sin embargo a largo plazo constituye un terrible peligro: la objetivación del universo es resultado de la destrucción de es transparencia, lo que abre la puerta a la instauración de la materia y por ende de la excrecencia incontrolable de lo que no puede intercambiarse simbólicamente, llevando al sistema al bloqueo y a su estallido o asfixia finales.


Ya hablemos de “animismo”, “totemismo” u otras ontologías salvajes el cosmos está poblado por sustancias permeables, inmediatas, aurales. El cuerpo, el operador inmaterial que el grupo crea en lo que llamaríamos el nivel individual no existe ni como dato “natural” ni como “identidad”: es otra cosa, “una especie de sustancia sacrificial que no se opone a ninguna otra sustancia, ni al alma ni a cualquier otro valor espiritual. En las culturas en las que el cuerpo es puesto en juego continuamente en el ritual (…) es la baza de una constante reversibilidad. Es una sustancia que puede moverse a través de otras formas, animales, minerales y vegetales (…) la forma animal, la forma humana y la forma divina se intercambian según una regla de las metamorfosis en la que cada una de ellas deja de estar circunscrita a su definición” (ibid., 2002: 25-26).

Los hombres y el resto de existentes poseen “cuerpos” e “identidades” ambivalentes puesto que son permeables tanto en el interior de ellos mismos como en su relación con los demás; éstos se metamorfosean constantemente unos en otros, tal como por ejemplo ocurre en el perspectivismo amerindio.

Por el contrario nuestra cultura visual-material anclada en el principio de realidad cierra y crea mediante este acto nuestro cuerpo, negando la apertura del individuo ya desde su misma piel: lo que de nosotros es más dado a la exposición y por tanto ofrecido en el habla plena del intercambio simbólico –pero entonces ya no sería una “epidermis”: el cuerpo de los salvajes no pertenece ontológicamente al orden de la biología, al igual que jamás está desnudo aunque muestre todo su cuerpo- es la impenetrable armadura que sella la identidad material del sujeto.

Mediante el despliegue por parte del grupo de la permeabilidad simbólica se revela un cuerpo que no es material sino aural, el único que posee existencia “real”, que se ha convertido en existente resonante mediante el habla plena de los ritos y las pruebas, las fórmulas, los objetos, las prácticas que constituyen el esfuerzo del grupo para hacer aparecer los cuerpos como material simbólico, como cajas de resonancia en las que vibra el universo entero.

Tal es el sentido de las marcas iniciáticas, las modificaciones corporales, las posesiones, las pinturas corporales cuyos diseños en muchos casos son indiferentes a las formas del cuerpo; éste no posee significación alguna a menos que se dé existencia aural a la carne en el ver y el tocar que supone la entrega al grupo, a los dioses, a las potencias del mundo para seducirse mutuamente gracias al despliegue de la apertura del habla plena en la que toda identidad, toda clausura es consumida


En este imperio de las formas flexibles y reversibles el cuerpo es siempre metamórfico, como atestiguan las figuras de la magia y los rituales; éstos implican siempre la actualización de un cambio, de un devenir de las formas. La metamorfosis depende de la inmaterialidad aural de los existentes y es la característica “dinámica” –en tanto que transformación- que afecta directamente a la “corporeidad” de los mismos. Con la ritualidad, la magia, todo puede “mezclarse” con todo, puede intervenir en todo porque no tratamos con “materia”; la carne, los sentidos, los gestos: decimos que todo ello es transparencia evanescente que se consume en su despliegue transversal, a través de todos los existentes en una intercambiabilidad soluble por su propia “irrealidad”. Jamás se “es” algo cerrado que “está” en un punto concreto, sino que (con el ritual adecuado) se puede ser virtualmente cualquier cosa y estar en cualquier parte.

Se trata de una subversión de todo lo que nosotros entendemos como cualquier tipo de definición cerrada, discreta de los existentes en términos de su identidad, materialidad, categoría, posición en cualquier escala social, natural, etc. y las relaciones entre ellos; sólo cuando se detiene el juego de las formas aparecen el sentido y la metáfora, acompañados del principio de realidad y la Ley.

En tanto que justamente ignora la identidad cerrada de los existentes, siempre expuestos al mundo por su intrínseca permeabilidad aural, el habla plena implica por definición a un otro soberano con quien entramos en la alternancia, el dar y devolver entre pares, una reversibilidad regulada a través del intercambio simbólico.

Los existentes viven la ambivalencia de un cara a cara en el que se está obligado a responder: la dualidad o paridad es la forma básica de la relación simbólica y tomará la forma de un pacto o rivalidad marcados por una moral del honor, la obligación y la reciprocidad: “muchas, tal vez todas las culturas orales o que conservan regustos orales dan a los instruidos una impresión extraordinariamente agonística en su expresión verbal y de hecho en su estilo de vida (…) No sólo en el uso dado al saber, sino también en la celebración de la conducta física, las culturas orales se revelan como agonísticamente programadas (…) Cuando toda comunicación verbal debe ser por palabras directas, participantes en la dinámica de ida y vuelta del sonido, las relaciones interpersonales ocupan un lugar destacado en lo referente a la atracción y, aún más, a los antagonismos” (Ong, 1996: 50-51, cursivas nuestras).

La dualidad del habla plena explica este carácter “agonístico” observado en muchos rasgos de las culturas salvajes, a la vez que es consustancial al principio de soberanía: sólo los existentes soberanos poseen un “estilo de vida agonístico” en tanto que inequivalentes, heterogéneos y sin embargo abiertos al juego del mundo, a las peripecias del intercambio simbólico.

Si nuestra socialidad es la del contrato o la psicología que vincula a individuos separados abstractos, particulares y equivalentes, el pacto es una obligación entre existentes soberanos e inequivalentes, alteridades irreductibles puestas en plena ambivalencia, en la transparencia inmediata de su inmaterialidad: jamás se puede dejar de responder, pues todo habla en el habla plena.















Por lo tanto en el mundo aural todos los existentes, las piedras, los animales, la hierba, pueden entrar en lo simbólico realmente, sin metáfora. Las pinturas corporales de constelaciones son el intercambio simbólico, la transparencia ambivalente de los cuerpos con los astros; los tatuajes, el uso del ocre, de sangre, son la fusión con el grupo; la utilización medicinal de pinturas u otras sustancias de la mano de los mitos y fórmulas rituales desencadena la fuerza sanadora mediante la actualización de la pertenencia al grupo y al universo, la desinstanciación, la disolución del nudo, de la opacidad que suponía la enfermedad respecto a la transparencia del grupo consigo mismo, del cuerpo enfermo, del mundo y sus intercambios organizados; las conchas del kula encarnan (en sentido literal) la relación dual, la ambivalencia que une a los pares en el intercambio. Todo actúa de tal forma que podría decirse que está “vivo”, que posee “vida”, puesto que interviene en el mundo con todas las propiedades ontológicas de los mismos humanos.

Sin embargo esto no significa -salvo tal vez para la antropología- que los primitivos se hallen sumergidos en el panvitalismo animista: “el intercambio simbólico no excluye entidad alguna: animales, plantas, minerales, hombres (vivos y muertos) participan activamente en los ciclos vitales, como compañeros legítimos del intercambio. La ideología occidental ha llamado a este proceso ‘animismo’ porque aferrada a su principio exclusivo de realidad, separa radicalmente la vida de la muerte y porque comprende el intercambio simbólico con otros seres o con los muertos como una proyección imaginaria de la vida(Sodré, 2004: 130, cursivas nuestras).

Cuando Occidente afirma la existencia de la superstición animista y la descifra en nombre del saber científico se oculta magistralmente a sí mismo que él es el único animista en todo esto, que es él quien sostiene e impone su ideología de la vida como instancia o positividad omniponente (lo que ha llevado entre otras muchas cosas a la instauración del biopoder). Se trata una vez más de otra de las ideologías que proyectamos sobre los salvajes para a continuación “descubrirlas” entre ellos como “dato objetivo”.

Por los mismos motivos, la causa que se esgrime como la explicación "racional" subyacente a las prácticas animistas -el llamado "pensamiento antropomorfo" que fundamenta también otras ontologías primitivas como el totemismo o el analogismo- cae dentro del campo de la misma crítica: también él es hijo de nuestro orden de lo real que funda la “objetividad” y “materialidad” de los términos en tanto que escindidos porque contempla su “objeto” en un solo sentido, porque es incapaz de abordar la vida en los mundos aurales como parte de una contrapartida simbólica con su desaparición, su consumación, su evanescencia en el juego de la reversibilidad que pone en acto el intercambio simbólico del mundo.

Cuando la vida y la muerte separadas, cuanto todas las polaridades que proceden de esta matriz se disuelven en lo aural, en lo simbólico, podemos constatar que los movimientos que penetran o “proyectan” lo humano en lo no humano se producen también en sentido contrario. De repente dejamos de ver a los animales, los vegetales, las cosas y los fenómenos como meros ectoplasmas antropomorfos surgidos de la mente humana para contemplarlos como manifestaciones soberanas, heterogéneas, independientes, indiferentes o no según las circunstancias, según su capricho a los hombres, con quienes deben compartir su vida en el continuum del mundo aural.




La soberanía es el dinamismo ontológico de los existentes que está más allá de nuestra matriz “vida-muerte” o cualquier oposición homóloga. El mundo es activo e intencional; no existe el concepto de un mundo “objetivo”, de una “naturaleza” que en tanto que objeto actúa sin objeto; todo fenómeno, lo animado e inanimado, el nacimiento, las catástrofes “naturales”, el bien, el mal o la muerte son presencias, acontecimientos, revelaciones nunca neutras ni indiferentes, son consecuencia de una relación social que no sólo implica al grupo, sino engloba al universo mismo (cuando son rotas la transparencia, la permeabilidad, el orden cósmico organizado por el intercambio simbólico, es porque justamente se ha entrometido algo que corre el riesgo de objetivarse: una opacidad, un nudo –éste es usado en magia negra- que obstruye el intercambio y por tanto es peligroso).

Mientras que para nosotros está fundamentalmente fuera de nuestro alcance acceder a lo aural, al habla plena simbólica –salvo en los inofensivos campos de lo “estético” o de la psicología, en particular la infantil- ella permite a los salvajes entrar en intercambio con todos los existentes, establecer alianzas, pactos de implicación en profundidad, de inmersión “audiotáctil”, movimientos que permiten la penetración no sólo de lo humano en el mundo, sino también la contrapartida simbólica: el animal proporciona alimento a cambio de proteger su proliferación gracias al ritual, pero igualmente tanto él como el resto de existentes (las plantas, los astros, el trueno) son compañeros y protagonistas en los mitos, maestros, amantes; máscaras, pinturas, danzas, estrategias de caza les introducen como pares entre los hombres. Se trata siempre de un movimiento reversible: se deviene animal, estrella o laurel en la misma medida que éstos devienen simultáneamente humanos; tal es la regla de la ambivalencia simbólica.

Se ha dicho que los animales eran buenos para pensar; también son buenos para entrar con ellos en intercambio, para emparentarse, para aliarse, para enfrentárseles, para cambiar de forma, para aprender de sus enseñanzas, para diferenciarse.




                              

 

                                          SOBRE EL PODER



Desde el punto de vista aural, el poder aparece cuando un individuo o grupo pasa a disponer de la vida del vencido en el tiempo para consagrarlo a un servicio, tributo, trabajo esclavo o asalariado: aparición de la estructura dominante-dominado y debilitamiento estratégico o en última instancia destrucción del ciclo consuntivo, sacrificial, de inmanencia y evanescencia aurales que exigen que a todo aquel que ha sido vencido se le dé muerte: “todo esto se aclara en la genealogía del esclavo. Primeramente, al prisionero de guerra se le da pura y simplemente muerte (es un honor que se le hace). Después, es ‘dejado a salvo’ y conservado (= servus) a título de botín y de trofeo: se convierte en esclavo y pasa a la domesticidad suntuaria. Es mucho después solamente cuando pasa al trabajo servil. Sin embargo, todavía no es un ‘trabajador’, porque el trabajo no aparece sino en la fase del siervo o esclavo emancipado, al fin liberado de la hipoteca de ser muerto, ¿y liberado por qué?, precisamente por el trabajo” (Baudrillard, 1993: 52-53).

La nueva situación invierte las cosas; al vencido se le da la vida, y en ese mismo momento su muerte le es arrebatada; ya no le pertenece, ya no dispone de ella, al igual que a partir de entonces ya no puede perderse, intercambiarse en la ambivalencia del habla plena (de la misma forma, el animal que no es inmediatamente cazado y comido y pasa a ser conservado es domesticado. Es el inicio de la lenta objetivación de lo viviente).

El movimiento cíclico de la reversibilidad, de la dualidad aural expresada como don y contradon, como paridad soberana que en última instancia enfrenta a muerte a los existentes es interrumpido en provecho de una única dirección, la del don unilateral de una vida que pasa a ser una muerte diferida en el trabajo.

La finalidad de todo esto es la acumulación, el amontonamiento: desde su definición aural, simbólica, la esencia del poder es a imagen y semejanza de todo lo que es excluido del movimiento centrípeto e inclusivo de los intercambios (de ahí su relación histórica con la hechicería y magia negra); es lo que se acumula a muerte en tanto que residual, irreversible, unilateral, objetivado, opaco, material, lineal, identitario, autológico. Una vez consolidado puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas; mediante el uso de lo que llamamos “fuerza” -esa propiedad reificada, oscura alquimia instanciada a partir de la escisión del grupo, que se posee y se ejerce desde nuevas instituciones- puede organizar, distribuirse, vectorizarse en espacios, tiempos, prácticas, todo ello encaminado a la persecución de su único objetivo, su razón de ser, la tarea de acumular al infinito: vida inmortal del soberano, riquezas, hombres, armas, rebaños, tierras.

En este sentido el poder es siempre, ontológicamente, materialista: Michel Foucault escribió que el poder produce realidad, ámbitos de objetos. Hay que tomar esta afirmación al pie de la letra. Lo real es una ontología, y la objetividad y la objetivación del mundo avanzan de la mano del poder y la creatividad de sus relaciones de fuerza.
 



En un mundo de habla plena, vida y muerte son inextricables; ésta es vivida a cada instante en la guerra, los rituales, iniciaciones, funerales, fiestas, en los trabajos y los días, en definitiva en el devenir de la existencia propia, del grupo y del universo (son los muertos, los ancestros humanos o animales de un origen siempre vivo y presente en la actualización de los rituales quienes han dado al grupo las reglas necesarias para convivir); la vida es a su vez compañera inseparable de una muerte a la que abraza en plena ambivalencia para entrelazarse con ella en el ciclo cósmico de las apariciones y desapariciones. En eso consiste la soberanía.

El poder destruye todo esto, acaba con la dualidad aural y los ciclos de los intercambios que garantizaban la jurisdicción del grupo sobre sí mismo; roba a los existentes su muerte para condenarlos a una vida desprovista de su contrapartida simbólica. Sobre esta nueva asimetría se asentará todo un nuevo sistema de intercambios: tributos, servidumbre, esclavitud –en nuestro mundo: trabajo asalariado y todo el sistema de prestaciones sociales que instaura un intercambio ficticio entre iguales, por supuesto ya no entre pares-.

Estas simulaciones de restitución de la ambivalencia, de la simetría aural jamás pueden ser el contradon, la respuesta soberana al don inicial realizado por quien se halla en la posición de poder salvo que los dominados pongan en juego su vida soberanamente: “rechazo a no ser muerto, a vivir en el plazo mortal del poder, rechazo a deber la vida y a no ser librado jamás de esta vida, y a estar en la obligación de saldar ese crédito a largo plazo en la muerte lenta del trabajo, sin que esta muerte lenta cambie nada la dimensión abyecta, la fatalidad del poder … Es en el suspenso entre una vida y su propio fin, es decir, en la producción de una temporalidad literalmente fantástica y artificial (puesto que toda vida está ya, a cada instante, con su propia muerte, es decir, su finalidad realizada en el instante mismo), es en ese espacio descuartizado donde se instalan todas las instancias de represión y de control”.

Hay que devolver inmediatamente esa vida envenenada que el poder entrega: sólo eso permite la reintroducción de la evanescencia aural en la estructura de dominación y la recuperación de la soberanía, proceso cuyo primer paso es aceptar la posibilidad de que la propia vida soberana pueda ser perdida para ser reencontrada
 


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