david
graeber (again)
Textos extraídos de
“Fragmentos de antropología anarquista”
“Una teoría adecuada de
los Estados debería empezar distinguiendo en cada caso entre el
ideal trascendente del gobierno (que puede ser casi cualquier cosa:
una necesidad de reforzar la disciplina militar, la habilidad para
proporcionar una representación teatral perfecta de la vida de los
gobernantes que sea estimulante para los demás, la necesidad de
sacrificar a los dioses un sinfín de corazones humanos para así
evitar el apocalipsis...), y la mecánica del gobierno sin reconocer
que existen necesariamente muchos paralelismos entre ambos. (Los hay,
pero deben ser establecidos empíricamente).
Por ejemplo: gran parte de
la mitología “occidental” remite a la descripción de Herodoto
del choque histórico entre el imperio persa, basado en un ideal de
obediencia y de poder absoluto, y las ciudades griegas de Atenas y
Esparta, basadas en los ideales de la autonomía de la ciudad, la
libertad y la igualdad.
No se trata de que estas
ideas, especialmente expresadas por poetas como Esquilo o
historiadores como Herodoto, no sean importantes, ya que no se podría
entender la historia de Occidente sin ellas. Pero su fuerza y su
importancia impidieron a los historiadores ver algo que resultaba muy
evidente: que fueran cuales fueran sus ideales, el imperio aqueménida
era en comparación mucho más suave en el control diario de sus
súbditos que los atenienses en el control que ejercían sobre sus
esclavos o los espartanos sobre la inmensa mayoría de la población
de Laconia, que eran hilotas.
Independientemente de
cuáles fueran los ideales, la realidad para la mayor parte de la
gente era otra. Uno de los descubrimientos más sorprendentes de la
antropología evolucionista ha sido que es perfectamente posible la
existencia de reyes y nobles, con todo el boato asociado a la
monarquía, sin que haya un Estado en el sentido estricto del
término.
Se podría pensar que esto
debería interesar a todos esos filósofos políticos que han gastado
tanta tinta escribiendo sobre las teorías de la “soberanía”,
pues sugiere que muchos soberanos jamás fueron jefes de Estado y que
en realidad su concepto favorito está construido sobre un ideal casi
imposible, según el cual el poder real logra traducir sus
pretensiones cosmológicas en un control burocrático legítimo sobre
una población territorial determinada. (En cuanto esto empezó a
ocurrir en la Europa occidental de los siglos XVI y XVII, el poder
personal del soberano fue rápidamente reemplazado por una figura
ficticia llamada “pueblo” y la burocracia asumió todo el poder).
Pero, por lo que sé, los filósofos políticos no han dicho una
palabra al respecto.
Sospecho que se debe en
gran media a una mala elección de los conceptos. Los antropólogos
evolucionistas utilizan el término de “jefaturas” para referirse
a las monarquías que no poseen burocracias con atribuciones
coercitivas, concepto que nos remite más a Jerónimo o a Toro
Sentado que no a Salomón, Luis el Piadoso o el Emperador Amarillo. Y
por supuesto, la propia teoría evolucionista permite que dichas
estructuras se consideren el paso previo a la emergencia del Estado,
no una forma alternativa o incluso algo en lo que pueda llegar a
convertirse un Estado. Clarificar todo esto sería un proyecto
histórico muy importante.
Dada la actual crisis del
Estado-nación y el rápido aumento de instituciones internacionales
que no son exactamente Estados, pero que en muchos sentidos son igual
de detestables, yuxtapuesto a los intentos de crear instituciones
internacionales con atribuciones similares a los Estados pero menos
odiosos, la falta de un cuerpo teórico nos aboca a una verdadera
crisis.
A los académicos les
encanta la teoría de Foucault que identifica conocimiento y poder y
que insiste en que la fuerza bruta ya no es un factor primordial en
el control social. Les gusta porque les favorece: es la fórmula
perfecta para aquellos que quieren verse a sí mismos como políticos
radicales aunque se limitan a escribir ensayos que apenas leerán una
docena de personas en un ámbito institucional.
Por supuesto, si
cualquiera de estos académicos entrara en una biblioteca
universitaria para consultar un volumen de Foucault sin acordarse de
llevar una identificación válida, decidido a hacerlo contra viento
y marea, descubrirá rápidamente que la fuerza bruta no está tan
lejos como desearía creer: un hombre con una gran porra, y entrenado
en su uso contra la gente, entraría pronto en escena para echarlo.
De hecho, la amenaza que
ejerce ese hombre con la porra está presente en todo momento en
nuestro mundo, hasta el punto que muchos hemos incluso abandonado la
idea de cruzar incontables barreras y límites que crea y poder así
olvidar su existencia.
Por el contrario, a los
anarquistas les encanta recordárnoslo. Por ejemplo, los habitantes
de la comunidad ocupada de Christiania, en Dinamarca, tenían un
ritual navideño que consistía en disfrazarse de papásnoeles, coger
juguetes de los grandes almacenes y distribuirlos ente los niños en
la calle, en parte para ofrecer el edificante espectáculo de la
policía aporreando a los papásnoeles y quitándoles los juguetes de
las manos a los niños que se han puesto a llorar.
Este énfasis teórico
abre el camino hacia una teoría de la relación del poder, ya no con
el conocimiento, sino con la ignorancia y la estupidez. Porque la
violencia, y en particular la violencia estructural en que el poder
se concentra sólo de un lado, crea ignorancia. Quien tiene el poder
de golpear a la gente en la cabeza siempre que quiere no tiene por
qué preocuparse en saber en qué estará pensando esa gente y, por
lo tanto, generalmente ni se lo plantea.
Así que el modo más
sencillo de simplificar los acuerdos sociales, de ignorar el juego
increíblemente complejo de perspectivas, pasiones, percepciones,
deseos y acuerdos recíprocos es crear una ley y amenazar con atacar
a todo aquel que se atreva a quebrarla. Es por este motivo que la
violencia siempre ha sido el recurso favorito de los estúpidos: es
prácticamente la única forma de estupidez a la que es casi
imposible enfrentarse mediante una respuesta inteligente. Y por
supuesto, es la base del Estado.
A diferencia de lo que
sostiene la creencia popular, las burocracias no crean la estupidez.
Hay muchas maneras de gestionar ciertas situaciones que son
inherentemente estúpidas porque en el fondo están basadas en la
arbitrariedad de la fuerza.
Al final, esto nos
llevaría a una teoría sobre la relación entre la violencia y la
imaginación. ¿Por qué la gente que está oprimida (las víctimas
de la violencia estructural) tratan siempre de imaginarse cómo deben
sentirse los opresores (los beneficiarios de la violencia
estructural) pero casi nunca ocurre al revés?
El hecho de que los
humanos sigan siendo criaturas comprensivas se ha convertido en uno
de los baluartes de cualquier sistema de desigualdad -lo cierto es
que a los pisoteados les preocupan sus opresores, al menos mucho más
de lo que éstos se preocupan por ellos-; pero éste también podría
ser un efecto de la violencia estructural.
Sufrimiento
y placer: sobre la privatización del deseo.
Existe un acuerdo tácito
entre los anarquistas, los autónomos, los situacionistas y otros
nuevos revolucionarios en que el viejo espécimen de militante
adusto, serio, dispuesto al sacrificio y que ve siempre el mundo en
términos de sufrimiento sólo puede producir, en última instancia,
más sufrimiento. Lo cierto es que así fue en el pasado, de ahí el
énfasis en la diversión, en el carnaval, en la creación de “zonas
temporalmente autónomas” donde vivir como si ya se fuera libre.
El ideal del “festival
de resistencia” con su música loca y sus muñecos gigantes es, de
una forma bastante consciente, una vuelta al mundo tardo-medieval de
los dragones y los gigantes de mimbre, de los mayos y los bailes
tradicionales; precisamente el mundo que los pioneros puritanos del
“espíritu del capitalismo” odiaban tanto y lograron destruir.
La historia del
capitalismo va desde los ataques al consumo colectivo, festivo, hasta
la promulgación de sucedáneos personales, privados e incluso
furtivos (después de todo, cuando consiguieron poner a toda la gente
a producir mercancías en lugar de a divertirse, tuvieron que idear
una manera de venderlas). Es decir, es la historia de un proceso de
privatización del deseo.
La cuestión teórica es
cómo reconciliar esto con una percepción teórica tan inquietante
como la de alguien tipo Slavoj Zizek: si se desea inspirar el odio
étnico, la forma más sencilla de hacerlo es concentrarse en los
medios tan extraños y perversos que emplea el otro grupo para
alcanzar el placer. Si lo que se desea es enfatizar el aspecto
comunitario, lo más fácil es recordar que ellos también sienten
dolor.
(-.-)
Una
o varias teorías sobre la alienación
En definitiva, lo que
queremos saber es, precisamente, ¿cuáles son las dimensiones
posibles de una experiencia no alienada?, ¿cómo pueden considerarse
o catalogarse sus modalidades?
Cualquier antropología
anarquista que se precie tiene que intentar responder a estas
preguntas porque es justo eso lo que buscan en la antropología esa
colección de punkies, hippies y activistas de todo tipo. Los
antropólogos temen tanto ser acusados de crear una imagen idílica
de las sociedades que estudian que llegan a rechazar incluso la
posibilidad de que exista una respuesta, lo que termina por lanzarlos
en brazos de los verdaderos románticos.
Los primitivistas como
John Zerzan, que está intentando reducir al mínimo aquello que nos
separa de una experiencia pura, no mediatizada, acaban por reducirlo
absolutamente todo. Las cada vez más populares obras de Zerzan
terminan condenando la propia existencia del lenguaje, las
matemáticas, el cronómetro, la música y todas las formas de arte y
representación. Son consideradas
sin excepción formas de
alienación, abocándonos a una especie de ideal evolucionista
imposible: el único ser humano realmente no alienado ni siquiera era
demasiado humano, sino más bien una especie de homínido perfecto
que se relacionaba con sus compañeros mediante una telepatía hoy en
día inimaginable, en un entorno natural salvaje, hace miles de años.
La verdadera revolución sólo podría pasar por el retorno a esa
época.
El hecho de que
“aficionados” de este tipo aún sean capaces de llevar a cabo una
acción política efectiva (y están realizando un trabajo
considerable, lo que digo por propia experiencia) ya es de por sí
una cuestión sociológica fascinante. Sin duda, aquí nos sería de
gran utilidad un análisis alternativo de la alienación.
Podríamos empezar con una
sociología de las microutopías, la otra cara de una tipología
paralela de las formas de alienación, de las formas de acción
alienadas y no alienadas... Desde el momento en que dejamos de
insistir en ver todas las formas de acción sólo por su función en
la reproducción de formas de desigualdad total cada vez mayores,
seremos también capaces de ver relaciones sociales anarquistas y
formas no alienadas de acción a nuestro alrededor. Y esto es muy
importante porque nos demuestra que el anarquismo siempre ha sido una
de las bases principales de la interacción humana.
Nos autoorganizamos y
ayudamos mutuamente todo el tiempo. Siempre lo hemos hecho. También
participamos en la creatividad artística, lo que a mi entender
podría significar, en un examen más detallado, que la mayoría de
las formas menos alienadas de experiencia comprenden normalmente un
elemento que cualquier marxista definiría como fetichismo.
Y todavía es más urgente
desarrollar dicha teoría si reconocemos (como he dicho a menudo) que
los momentos revolucionarios siempre implican una alianza tácita
entre los menos alienados y los más oprimidos.
La
democracia
Esto puede permitir al
lector hacerse una idea de qué es una organización anarquista o de
influencia anarquista -algunas de las características del nuevo
mundo que se está construyendo en el seno del viejo- y mostrarle
cómo puede contribuir a ello la perspectiva histórico-etnográfica
que he intentado desarrollar aquí, nuestra ciencia no existente.
El primer ciclo del nuevo
levantamiento global, lo que la prensa insiste en seguir llamando
absurdamente “movimiento antiglobalización”, empezó en los
municipios autónomos de Chiapas y culminó en las asambleas
barriales de Buenos Aires y otras ciudades argentinas.
La historia es demasiado
larga para explicarla aquí: empezando por el rechazo de los
zapatistas a la idea de la toma del poder y su intento de crear un
modelo de organización democrática en el que pudiera inspirarse el
resto de México; la creación de una red internacional (Acción
Global de los Pueblos o AGP) que hizo un llamamiento a jornadas de
acción contra la OMC (en Seattle), el FMI (en Washington, Praga...),
etc. y, por último, el hundimiento de la economía argentina y la
impresionante rebelión popular que de nuevo rechazó la idea de que
la solución pasase por la sustitución de un grupo de políticos por
otro.
El eslogan del movimiento
argentino fue, desde el primer momento, “que se vayan todos”, en
clara referencia a los políticos de todas las tendencias.
Cuando los manifestantes
cantaban “así es la democracia” en Seattle, lo decían muy en
serio. En la mejor tradición de la acción directa, no sólo se
enfrentaron a una cierta forma de poder, desenmascarando sus
mecanismo e intentando ponerle literalmente freno, lo hicieron
demostrando los motivos por los cuales el tipo de relaciones sociales
en las que se basaba dicho poder eran innecesarias.
Es por este motivo que las
afirmaciones condescendientes de que el movimiento estaba dominado
por un grupo de jóvenes descerebrados sin una ideología coherente
carecen totalmente de sentido. La diversidad era el resultado de la
forma de organización descentralizada, y esta organización era la
ideología del movimiento.
La palabra clave del nuevo
movimiento es “proceso”, en referencia al proceso de toma de
decisiones. En Norteamérica, ésta se realiza casi siempre a través
de algún proceso que busca el consenso. Como ya he comentado, esto
es ideológicamente mucho menos agobiante de lo que podría parecer
porque se considera que en todo buen proceso de consenso nadie debe
intentar convencer a los otros de convertirse a sus puntos de vista,
sino que se busca que el grupo llegue a un acuerdo común sobre
cuáles son las mejores medidas a adoptar.
Una
hipótesis
La democracia mayoritaria
fue, en sus orígenes, una institución fundamentalmente militar. Por
supuesto, que éste sea el único tipo de democracia merecedor de
dicho nombre es un prejuicio particular de la historiografía
occidental.
Se suele decir que la
democracia nació en la antigua Atenas, como la ciencia o la
filosofía, consideradas también invenciones griegas. Pero no queda
claro qué se quiere decir con esto. ¿Acaso significa que antes de
los atenienses a nadie se le había ocurrido congregar a los miembros
de la comunidad para tomar decisiones conjuntas en las que todas las
intervenciones tenían el mismo valor? Eso sería ridículo.
Ha habido centenares de
sociedades igualitarias en la historia, muchas enormemente más
igualitarias que Atenas, muchas anteriores al 500 antes de nuestra
era y, obviamente, debían disponer de algún tipo de procedimiento
para adoptar decisiones en temas que afectaban a toda la comunidad.
Y, sin embargo, siempre se ha afirmado que estos procedimientos no
eran propiamente “democráticos”. Incluso los académicos
promotores de la democracia directa, algunos con credenciales
impecables, han tenido que realizar verdaderos malabarismos para
intentar justificar dicha actitud.
La verdadera razón por la
que la mayoría de expertos no quiere considerar un consejo popular
de los tallensi o los sulawezi como “democrático” -aparte de por
simple racismo y por el rechazo a reconocer que la mayoría de los
pueblos que han sido exterminados por los occidentales, con una
impunidad relativa, estaban al mismo nivel que Pericles- es porque no
votan. Admito que es un hecho interesante, ¿por qué no?
Si aceptamos la idea de
que una votación a mano alzada o el separar en dos grupos a quienes
apoyan una propuesta de quienes no lo hacen, no son procedimientos
tan increíblemente sofisticados como para que no se utilizasen hasta
que una especie de genio los “inventara” en la Antigüedad, ¿por
qué se emplean tan poco? De nuevo, tenemos un ejemplo de un rechazo
explícito.
Repetidamente, en todo el
mundo, desde Australia a Siberia, las comunidades igualitarias han
preferido algún tipo de proceso de consenso. ¿Por qué?
La explicación que
propongo es la siguiente: es mucho más fácil, en una comunidad en
la que todo el mundo se conoce, saber qué quieren sus miembros, que
intentar convencer a los que están en desacuerdo. La toma de
decisiones por consenso es característica de sociedades en las que
sería muy difícil obligar a una minoría a aceptar la decisión
mayoritaria, ya sea por que no hay un Estado con el monopolio
efectivo de la fuerza o bien porque el Estado no se entromete en las
decisiones que se toman en un ámbito local.
Si no existe ningún
mecanismo capaz de imponer a una minoría la decisión de la mayoría,
entonces recurrir a una votación es absurdo porque sería hacer
pública la derrota de dicha minoría. Votar sería el mejor medio
para garantizar humillaciones, resentimientos y odios y, en
definitiva, la destrucción de las comunidades. De hecho, el difícil
y laborioso proceso de encontrar el consenso es un proceso largo que
garantiza que nadie sienta que sus puntos de vista son ignorados.
Es muy importante el hecho
de que la antigua Grecia fuese una de las sociedades más
competitivas conocidas en la historia. Era una sociedad que tendía a
convertirlo todo en una competición pública, desde el atletismo a
la filosofía, la tragedia o cualquier otra cosa. Así que no es de
extrañar que también convirtiese el proceso político de toma de
decisiones en una competición pública. Pero aún es más importante
el hecho de que las decisiones las tomara un pueblo en armas.
Aristóteles, en su
“Política”, señala que la constitución de la ciudad-Estado
griega dependía normalmente del arma principal empleada por su
ejército: si era la caballería, sería una aristocracia, ya que los
caballos eran caros. Si se trataba de infantería hoplita, sería una
oligarquía, ya que no todos se podían permitir la armadura y el
entrenamiento. Si su poder se basaba en la marina o en la infantería
ligera, era de esperar una democracia, ya que todo el mundo puede
remar o emplear una honda. En otras palabras, si un hombre está
armado, se deberá tener en cuenta su opinión.
En el “Anábasis” de
Jenofonte se puede encontrar su realidad más despiadada, cuando
cuenta la historia de un ejército de mercenarios griegos que de
repente se encuentran perdidos y sin jefe en medio de Persia. Eligen
a nuevos oficiales y después hacen una votación colectiva para
decidir qué harán a continuación. En un caso como éste, incluso
si el voto fuera de 60/40, sería sencillo ver el equilibrio de
fuerzas y qué ocurriría en caso de desacuerdo. Cada voto era, en
realidad, una conquista.
También las legiones
romanas se regían por una democracia similar; es por este motivo que
nunca se les permitió entrar en Roma. Y cuando Maquiavelo reavivó
la noción de república democrática al principio de la era
“moderna”, retomó inmediatamente la noción del pueblo en armas.
…
Con todo ello no quiero
decir que las democracias directas, tal y como se practicaban por
ejemplo en los concejos municipales de las ciudades medievales o en
Nueva Inglaterra, no fueran procedimientos disciplinados y
ensalzados, pues es de imaginar que existía una cierta base de
búsqueda del consenso.
Sólo cuando el concepto
de democracia se transformó hasta el punto de incorporar el
principio de representación -un término que tiene en sí mismo una
historia curiosa, ya que, como señala Castoriadis, se refería
originariamente a los representantes del pueblo ante el rey, que eran
en la práctica embajadores internos, y no a quienes ejercían el
poder-, pudo ser habilitado de cara a los teóricos políticos de
buena cuna y tomó el significado que tiene hoy en día.
Antes he señalado que
todos los sistemas sociales están hasta cierto punto en guerra
consigo mismo. Los que no desean establecer un aparato coercitivo
para imponer las decisiones tienen que desarrollar necesariamente un
aparato que les permita crear y mantener el consenso social (al menos
en el sentido de que quienes están en desacuerdo puedan sentir, como
mínimo, que han decidido libremente asumir las decisiones erróneas).
En consecuencia, las guerras internas se proyectan hacia el exterior
en forma de batallas nocturnas y de una violencia espectral sin
límites.
La democracia directa
mayoritaria siempre amenaza con hacer explícitas esta líneas de
fuerza. Por esa razón tiende a ser inestable o, más precisamente,
si se perpetúa en el tiempo es porque sus formas institucionales (la
ciudad medieval, el consejo municipal en Nueva Inglaterra, los
sondeos de opinión o los refrendos...) siempre se protegen dentro de
una estructura de gobierno mayor en que las élites dirigentes
utilizan esa misma inestabilidad para justificar su monopolio de los
medios de violencia.
Por último, la amenaza de
esta inestabilidad se convierte en una excusa para una forma de
“democracia” tan minimalista que se reduce a poco más que a la
insistencia de que las élites dirigentes deben consultar de vez en
cuando “al público” -en competiciones cuidadosamente
escenificadas, repletas de justas y torneos sin sentido- con el fin
de restablecer su derecho a seguir tomando las decisiones en su
lugar. Es una trampa.
El constante ir y venir
entre ambas sólo asegura que jamás podamos llegar a imaginarnos la
posibilidad de gestionar nuestras propias vidas sin la ayuda de
“representantes”. Es por este motivo que el nuevo movimiento
global ha empezado por reinventar el mismo concepto de democracia.
Esto significa, en última instancia, asumir que “nosotros”, como
“occidentales” (si es que eso significa algo), como “mundo
moderno” o como lo que sea, no somos el único pueblo que ha puesto
en práctica la democracia; que, de hecho, más que difundir la
democracia por todo el mundo, lo que han hecho los gobiernos
“occidentales” es dedicar mucho tiempo a entrometerse en la vida
de otros pueblos que han practicado la democracia durante miles de
años para disuadirles de abandonar sus prácticas.
Uno de los aspectos más
alentadores de estos nuevos movimientos de inspiración anarquista es
que nos proponen una nueva forma de internacionalismo. El viejo
internacionalismo comunista poseía algunos ideales hermosos, pero en
lo que atañe a la organización, todos debían seguir la misma
dirección. Se convirtió en un medio para que los regímenes no
europeos y sus colonias conocieran las formas de organización
occidentales: estructuras partidistas, plenarios, purgas, jerarquías
burocráticas, policía secreta... En esta ocasión, lo que podríamos
denominar la segunda ola de internacionalismo o, simplemente, la
globalización anarquista, ha ido en la dirección opuesta en cuanto
a las formas de organización.
No se trata sólo del
proceso de consenso; la idea de una acción de masas directa no
violenta se desarrolló inicialmente en Sudáfrica e India; el modelo
de red actual se inspira en el propuesto por los rebeldes de Chiapas;
incluso la noción de grupo de afinidad procede de España y de
América Latina.
Los frutos de la
etnografía, y sus técnicas, podrían ser de una gran utilidad si
los antropólogos pudiesen superar su indecisión (sin duda
inconfesable), heredera de su propia historia colonial, y se
percataran de que la información que se guardan para sí no es un
secreto inconfesable (y mucho menos su secreto intransferible) sino
una propiedad común de la humanidad”.
… y sin embargo
“No hay que creer que
la verdad sigue siendo la verdad cuando se le quita el velo”. Así
pues, la verdad carece de existencia pura.
No hay que creer que lo
real sigue siendo lo real cuando hemos expulsado su ilusión. Por
consiguiente, lo real carece de realidad objetiva.
*Nota:
las cursivas son de Jean Baudrillard
(-.-)
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