))
implosión y disuasión ((
Textos
extraídos de “Cultura
y simulacro” en
el que se incluye “El
efecto Beaubourg” (1977) de
J. Baudrillard
“El
efecto Beaubourg, la máquina Beaubourg, la «cosa» Beaubourg —¿qué
nombre darle?—. Es un
enigma este esqueleto de flujos y de signos, de redes y de circuitos
—veleidad última consistente en
traducir una estructura que ya no tiene nombre, la de las relaciones
sociales expuestas a una valoración superficial (revitalización,
autogestión, información, mass media), y a una implosión
irreversible en profundidad.
Monumento
a los juegos de simulación de masa, el Centro funciona como un
incinerador absorbiendo toda energía cultural y devorándola —algo
parecido al monolito negro de 2001: convención carente de sentido de
todos los contenidos venidos a materializarse, absorberse y
anonadarse en esta oscura y misteriosa masa. Los alrededores no son
más que una pendiente de desagüe —restauración, desinfección,
desing snob e higiénico—, pero se trata sobre todo
de un mecanismo de vaciado mental.
En
las centrales nucleares se observa un engranaje semejante: el
verdadero peligro que comportan no es la inseguridad, la polución o
la explosión, sino el sistema de seguridad máxima que bulle en
torno a ellas, la oleada de control y de disuasión que va ganando
terreno implacablemente, oleada técnica, ecológica, económica y
geopolítica.
¿Qué
importa lo nuclear?, la central es una matriz donde se elabora un
modelo de seguridad absoluta, que va a generalizarse a todo el campo
social y que, más que cualquier otra cosa, es un modelo de disuasión
(es lo mismo que nos rige mundialmente bajo el signo de la
coexistencia pacífica
y de la simulación de peligro atómico). El mismo modelo, salvadas
las proporciones, se elabora en el Centro: fisión cultural,
disuasión política. Quiero decir que la circulación de fluidos es
desigual.
Ventilación, refrigeración, tendidos eléctricos —los fluidos
«tradicionales» circulan muy bien por ellos. Lo que ya no está tan
asegurado es la circulación de fluido humano (la solución de las
escaleras mecánicas envueltas en moldes de plástico resulta
arcaica, deberíamos ser aspirados, propulsados, qué se yo, pero con
una movilidad adecuada a esta teatralidad barroca de fluidos en que
consiste la originalidad del armazón).
En cuanto al conjunto de obras, objetos y libros, y al espacio interior supuestamente «polivalente», no circulan ya en absoluto. Cuanto más nos adentramos, menos circulación hay. Ocurre lo contrario que en Roissy, donde desde un centro futurista, diseño «espacial», que irradia hacia «satélites», etc., se va a parar muy suavemente a los... aviones tradicionales. Sin embargo, la incoherencia es la misma. (¿Qué pasa con el dinero, ese otro fluido, qué se hace de su tipo de circulación, de emulsión y de oscilación en Beaubourg?).
La
misma contradicción se da incluso en el comportamiento del personal,
asignado al espacio «polivalente» pero sin espacio privado para su
trabajo. De pie y moviéndose, los individuos adoptan un
comportamiento «cool», muy flexible, muy «design», adaptado a la
«estructura» de un espacio «moderno». Sentados en su rincón si
es que así puede llamársele, se agotan secretando una soledad
artificial, envolviéndose en su propia burbuja. Es una bonita
táctica de disuasión: se les condena a usar toda su energía en
esta defensiva individual.
Curiosamente,
reencontramos de este modo la misma contradicción del objeto
Beaubourg: un exterior móvil, conmutativo, «cool» y moderno —un
interior crispado sobre los viejos valores. Este espacio de
disuasión, articulado sobre una ideología de visibilidad, de
transparencia, de polivalencia, de consenso y de contacto, y
sancionado por el chantaje a la seguridad, es, hoy por hoy,
virtualmente, el espacio de todas las relaciones sociales. Todo el
discurso social está ahí y tanto en este plano como en el del
tratamiento de la cultura, Beaubourg es, en plena contradicción con
sus objetivos explícitos, un monumento genial de nuestra modernidad.
Es agradable pensar que la idea no se le ha ocurrido a ningún espíritu revolucionario, sino a los lógicos del orden establecido, desprovistos de todo sentido crítico y, por tanto, más cercanos a la verdad, capaces, en su obstinación, de poner en marcha una máquina incontrolable, cuyo éxito mismo les escapa, y que es el reflejo más exacto, incluso en sus contradicciones, del estado de cosas actual. Naturalmente, todos los contenidos culturales de Beaubourg son anacrónicos, pues a semejante envoltorio arquitectónico sólo podía corresponderle el vacío interior.
La
impresión general es de coma irreversible, de una animación que en
realidad no es más que reanimación, y esto es así porque la
cultura está muerta, cosa que Beaubourg perfila admirablemente
aunque de una manera vergonzosa. Lo mejor hubiera sido aceptar
triunfalmente esta muerte y erigir un monumento o un antimonumento
equivalente a la inanidad fálica de la torre Eiffel en su época.
Monumento a la desconexión total, a la hiperrealidad y a la
implosión de la cultura —hecha hoy por nosotros en plan de
circuitos transistorizados siempre bajo la sombra acechante de un
cortocircuito gigantesco […]
La masa es la esfera cada vez más densa donde implosiona todo lo social y es devorado en un proceso de simulación ininterrumpido. De ahí este espejo cóncavo: viendo la masa en el interior es como las masas se ven tentadas a entrar. Típico método de marketing: toda la ideología de la transparencia cobra aquí su sentido. Más aún: poniendo en escena un modelo reducido ideal se espera una gravitación acelerada, una aglutinación automática de cultura y una aglomeración automática de las masas. Es el mismo proceso: operación nuclear de reacción en cadena y operación espectral de magia blanca.
De
este modo, Beaubourg es por primera vez a escala de la cultura lo que
el hipermercado es a escala de la mercancía: el operador circular
perfecto, la demostración de lo que sea (la mercancía, la cultura,
la multitud, el aire comprimido) mediante su propia circulación
acelerada. Pero si los stocks de objetos acarrean un almacenamiento
de hombres, la violencia latente en el stock de objetos acarreará la
violencia de los hombres. Cualquier stock es violento, y existe una
violencia específica en cualquier masa humana por el hecho de que
implosiona —violencia adaptada a su gravitación, a su
densificación en torno a su propio foco de inercia. La masa es foco
de inercia y por ende foco de una violencia nueva, inexplicable y
diferente de la violencia explosiva.
Masa crítica, masa implosiva. Por encima de 30.000 puede hacer ceder la estructura de Beaubourg. Si la masa imantada por la estructura deviene una variante destructora de la masa misma, suponiendo que sus creadores lo hayan querido (pero, ¿cómo suponerlo?), si han sido capaces de programar la liquidación con un solo golpe de la arquitectura y de la cultura, entonces Beaubourg se convierte en el objeto más audaz y en el happening más logrado del siglo. ¡VAMOS A HUNDIR A BEAUBOURG! Nueva consigna revolucionaria. Es inútil incendiarlo y es también inútil contestarlo. ¡Acudid a él! Es la mejor manera de destruirlo.
El éxito de
Beaubourg ha dejado de ser un misterio: las gentes van a eso, se
aglomeran en este edificio, cuya fragilidad huele ya a catástrofe,
con la única intención de hundirlo. A decir verdad, obedecen al
imperativo de la disuasión: se les da un objeto que consumir, una
cultura que devorar, un edificio que manipular. Pero, al mismo
tiempo, apuntan expresamente y sin saberlo a esta aniquilación. La
acometida es el único acto que la masa puede producir en tanto que
tal —masa proyectil que desafía al edificio de la cultura de
masas, que replica con su peso, es decir con su aspecto más hueco de
sentido, el más estúpido, el menos cultural, al desafío de
culturalización que Beaubourg le lanza.
Al desafío de incorporación masiva a una cultura esterilizada, la masa responde con una irrupción destructora que se prolonga con una manipulación brutal. A la disuasión mental la masa responde con la disuasión física directa. Es su propio desafío. Su estratagema consiste en responder en los mismos términos en que es solicitada, pero llevándolos al límite; en responder a la simulación en que se la encierra con un proceso social entusiasta que rebasa los objetivos calculados y actúa como hipersimulación destructora. Las gentes sienten deseos de llevárselo todo, de saquearlo, de comérselo todo, de manipularlo todo. Ver, descifrar, aprender, no les afecta. Su inclinación masiva es la manipulación. Los organizadores (y los artistas e intelectuales) están horrorizados ante semejante veleidad incontrolable, pues sólo contaban con iniciar a las masas en el espectáculo de la cultura. No habían contado con esta fascinación activa, destructora, respuesta brutal y original a la oferta de una cultura incomprensible, atracción que tiene todas las trazas de un allanamiento y de violación de un santuario.
Beaubourg
habría podido, o debido, desaparecer al día siguiente de su
inauguración, desmontado y arrasado por la multitud, pues ésta
habría sido la única respuesta posible al desafío absurdo de
transparencia y de democracia de la cultura —llevándose cada cual
un perno fetiche de esta cultura fetichizada. Las gentes se acercan a
tocar, miran como si al mirar tocaran, su mirada es un aspecto más
de la manipulación táctil.
Se
trata claramente de un universo táctil, no visual o discursivo, y
las gentes quedan directamente implicadas en un proceso:
manipular/ser manipulado, evaluar/ser evaluado, circular/hacer
circular, que no pertenece ya al orden de la representación, ni de
la distancia, ni de la reflexión. Es algo vinculado al pánico, a un
mundo pánico. Pánico al ralentí, sin móvil externo. Es la
violencia inherente a un conjunto saturado. LA IMPLOSIÓN. Beaubourg
difícilmente puede arder, todo está previsto. El incendio, la
explosión, la destrucción no son ya la alternativa imaginaria para
este género de edificio. La implosión es la forma de abolición del
mundo «cuaternario», cibernético y combinatorio.
La
subversión y la destrucción violenta son las respuestas al mundo de
la producción. Las respuestas a un universo de redes, de
combinatoria y de flujos son la reversión y la implosión. Es lo que
ocurre con las instituciones, el Estado, el poder, etc. El sueño de
ver estallar todo esto a fuerza de contradicciones, justamente no es
más que un sueño. Lo que sucede en realidad es que las
instituciones implosionan por sí mismas, a fuerza de ramificaciones,
de «feed–back», de circuitos de control superdesarrollados. El
poder implosiona, ésta es su manera actual de desaparecer. Ejemplo,
la ciudad. Incendios, guerras, peste, revoluciones, marginalidad
criminal, catástrofes: toda la problemática de la anticiudad, de la
negatividad interior o exterior a la ciudad, tiene algo de arcaica en
relación con su verdadero modo de aniquilación. Incluso el
escenario de la ciudad subterránea —versión china de entierro de
las estructuras— resulta inocente.
La
ciudad ya no se multiplica según un esquema de reproducción todavía
dependiente del esquema general de la producción, o según un
esquema del parecido dependiente aún del esquema de la
representación. (De este modo se continúa restaurando todavía
después de la Segunda Guerra Mundial.)
La
ciudad no puede resucitar, ni siquiera en profundidad, sino que se
rehace desde una especie de código genético que permite repetirla
un número indefinido de veces a partir de la memoria cibernética
acumulada. Está agotada incluso la utopía de Borges de un mapa de
extensión igual a la del territorio, al que reproduce totalmente:
hoy en día el simulacro ya no pasa por el doble y la reduplicación,
sino por la miniaturización genética. Final de la representación e
implosión, aquí también, de todo el espacio en una memoria
infinitesimal que no olvida nada y que no es memoria de nadie.
Simulación de un orden irreversible, inmanente, cada vez más denso, potencialmente saturado y que nunca conocerá la explosión liberadora. Nosotros fuimos la cultura de la violencia liberadora (la racionalidad). Aunque se trate de la del capital, de la liberación de las fuerzas productoras, de la extensión irreversible del campo de la razón y del campo del valor, de un espacio conquistado y colonizado hasta lo universal —aunque se trate de la violencia de la revolución que se anticipa a las fuerzas futuras de lo social y a su energía— el esquema es el mismo: el de una esfera en expansión, con fases lentas o violentas, el de una energía liberada, el aspecto imaginario de la irradiación. La violencia que lo acompaña nace de un mundo más vasto: es la violencia de la producción. Esta violencia es dialéctica, energética y catárquica. Es la que aprendimos a analizar y que nos resulta familiar: la que traza los caminos de lo social y que conduce a la saturación de todo el campo de lo social. Es una violencia determinada, analítica, liberadora.
Otra
violencia muy distinta aparece hoy a la que ya no sabemos analizar
porque escapa al esquema tradicional de la violencia explosiva:
violencia implosiva que resulta no ya de la extensión de un sistema,
sino de su saturación y de su retracción, como ocurre con los
sistemas físicos estelares. Violencia correspondiente a una
desmesurada densificación de lo social, al estado de un sistema
superregulado, de una red (de saber, de información, de poder)
demasiado espesa y de un control hipertrófico sobre todo pasadizo
intersticial.
Esta
violencia nos resulta ininteligible porque toda nuestra imaginación
gira en torno a la lógica de los sistemas en expansión. Es
indescifrable porque es indeterminada. Quizá ni siquiera
dependa ya del
esquema de la indeterminación, pues los modelos aleatorios que han
relevado a los modelos de determinación y de causalidad clásico, no
son fundamentalmente diferentes. Traducen el paso desde sistemas de
expansión definidos a sistemas de producción y de expansión azimut
—en estrella o en rizoma, da igual—, todas las filosofías de
despliegue de energías, de irradiación de intensidades y de
molecularización del deseo van en el mismo sentido, el de saturar
hasta lo intersticial y hasta lo infinito las redes.
La diferencia entre lo molar y lo molecular no consiste más que en una modulación, la última quizás, en el proceso energético fundamental de los sistemas en expansión. Otra cuestión es el paso desde una fase milenaria de liberación y de despliegue de energías a una fase de implosión, tras una especie de máxima irradiación (revisar los conceptos de pérdida y despilfarro de Bataille en este sentido, y el mito solar de una irradiación inagotable sobre el que funda su antropología suntuaria: es el último mito explosivo y destellante de nuestra filosofía, últimos fuegos de artificio de una economía general en el fondo, aunque todo esto carece ya de sentido para nosotros), a una fase de reversión de lo social —reversión gigantesca de un campo una vez alcanzado el punto de saturación. Tampoco los sistemas estelares dejan de existir una vez disipada su energía de irradiación: implosionan según un proceso lento en principio que se acelera progresivamente —se contraen a una velocidad fabulosa y devienen sistemas involutivos que absorben todas las energías circundantes hasta convertirse en agujeros negros donde el mundo, en el sentido en que lo entendemos, como destello y potencial indefinido de energía, es abolido.
Quizá
las grandes metrópolis —si esta hipótesis es válida ha de ser,
sin duda, aplicable a ellas—
se han convertido en focos de implosión en este sentido, focos de
absorción y reabsorción de lo social mismo cuya edad de oro,
contemporánea del doble concepto de capital y de revolución,
pertenece ya al
pasado.
Lo social involuciona lentamente, o brutalmente, en un campo de inercia que envuelve ya lo político. (¿La energía inversa?) Hay que guardarse de tomar la implosión por un proceso negativo, inerte, regresivo, tal como nos impone el lenguaje al exaltar la terminología contraria: evolución, revolución, etcétera. La implosión es un proceso específico de consecuencias incalculables.
Mayo
del 68 fue sin duda el primer episodio implosivo, es decir,
contrariamente a su reescritura en términos de prosopopeya
revolucionaria, fue una primera reacción violenta contra la
saturación de lo social, una retracción, un desafío a la hegemonía
de lo social, en contradicción con la ideología de los propios
participantes cuya intención era ir más lejos en el terreno de lo
social —éste es el punto imaginario que nos domina siempre. Y de
hecho es posible que buena parte de los sucesos del 68 pertenecieran
aún a la dinámica revolucionaria y a la violencia explosiva, más
al mismo tiempo se iniciaba otra cosa: la involución violenta de lo
social y la implosión consecutiva y súbita del poder, en un breve
lapso de tiempo, sí, pero que después ya no ha cesado —lo que
continúa en profundidad es la implosión de lo social, de las
instituciones y del poder, en modo alguno una dinámica
revolucionaria. Al contrario, la revolución misma... la idea de
revolución, implosiona también, y esta implosión es de mayores
consecuencias que la propia revolución.
Ciertamente, tras el 68 y gracias a él, lo social, como el desierto, crece —participación, gestión, autogestión generalizada, etc.— pero al mismo tiempo se aproxima por mucho más puntos que en el 68 al desapego y a la reversión total. Lento seísmo, inteligible para la razón histórica.
Algo
parecido está en juego en Italia. Alguna cosa (en la acción de los
estudiantes, de los indios metropolitanos, de las radios piratas),
que no pertenece ya al orden de lo universal, ni, por tanto, al orden
de la solidaridad clásica (política), ni al de la difusión por los
mass–media (curiosamente, ni
éstos ni la solidaridad internacional «revolucionaria» se hicieron
eco de lo que ocurrió en febrero–marzo de 1977), es preciso, pues,
que algo haya cambiado para que unos mecanismos tan universales cesen
de funcionar (funcionaron aún con mucha eficacia en el 68 en
Francia), es preciso que haya ocurrido algo cuyo efecto de subversión
se haya producido de algún modo en sentido inverso, hacia el
interior, mediante un desafío a lo universal.
Subversión
de la universalidad por una acción de esfera limitada, circunscrita,
muy concentrada, muy densa, y que se agota en su propia revolución.
Se da, pues, aquí un proceso absolutamente nuevo.
El
funcionamiento de las radios piratas es tan acorde con lo anterior,
que, más que focos de difusión, constituyen múltiples puntos de
implosión. Inabarcable hormigueo puntual, territorio movedizo, pero
territorio de todos modos, refractario al espacio político
homogéneo. Por eso el sistema se ve obligado a silenciarlas, no por
sus contenidos políticos o militantes, sino como localizaciones
peligrosas, no extensibles, no explosivas, no generalizables
(extrayendo su singularidad y su violencia característica del
rechazo de ser un sistema de expansión)”.
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